Proyecto de ley estableciendo un nuevo Código Procesal Penal
5 de septiembre de 1990 – 21º Reunión
Diario de Sesiones – Tomo 5 – Páginas 2560 y 2561
Sr. Menem. — Señor presidente: no he podido resistir la tentación de hacer uso de la palabra, y sé por ello que aunque sea brevemente voy a hacer algunas reflexiones sobre este importante proyecto de ley que estamos considerando, por el cual se instaura un nuevo Código Procesal Penal en el orden nacional.
Y digo que no he podido resistir a la tentación de hablar porque estoy impulsado por una serie de circunstancias. De cualquier manera, me voy a referir únicamente a dos de ellas.
Lo primero y principal que deseo señalar es que he recibido mi título universitario en la Facultad de Derecho de Córdoba, y tuve el gusto de ser alumno de dos distinguidos procesalistas que han marcado rumbos en esta materia, como fueron los doctores Vélez Mariconde y Clariá Olmedo, quienes fueron autores de los trabajos quizá más enjundiosos en materia de derecho procesal penal que se han elaborado en nuestro país.
Vélez Mariconde, junto con el doctor Sebastián Soler —figura legendaria en materia de derecho penal en la Argentina—, fue uno de los principales inspiradores del Código Procesal Penal de Córdoba, que marcó rumbos en la historia jurídica del país, al cual siguieron otros códigos provinciales, entre ellos el de Mendoza y el de mi provincia —La Rioja— que a su vez tomó como modelo al en ese entonces proyecto de Código Procesal de la provincia de Mendoza.
Siempre recuerdo las enseñanzas de estos dos maestros que señalaron los aspectos fundamentales del proceso penal oral y cómo debía tratar de impulsarse y establecerse en nuestro país, porque es lo que mejor resulta a las libertades individuales y posibilita actuar las garantías fundamentales que están fijadas en la Constitución Nacional, como los principios del derecho de defensa, del juez natural y de los otros que hacen a la esencia misma de la actuación de la Justicia, como la celeridad, la inmediación, los de seguridad y de libertad y todos los que conforman el proceso oral en nuestro país.
La otra razón que me ha impulsado a hacer uso de la palabra es mi propia experiencia basada en veinticinco años de ejercicio de la profesión en mi provincia, donde el sistema es oral. Por eso tengo el deber moral de dar testimonio de las bondades de esta modalidad, así como también advertir las falencias y las deficiencias que pueda tener, porque indudablemente los sistemas procesales —como todas las obras humanas—, pueden ser teóricamente perfectos, pero en la práctica a veces suelen mostrar ciertas fallas que los tornan inconvenientes en determinados aspectos o en su aplicación.
Puntualizo mis veinticinco años de experiencia en una provincia con tradición de juicio oral pero no sólo en materia procesal penal sino también en el área civil. Debo destacar que no se trata de sistemas que puedan calificarse de orales en su totalidad sino que constituyen modalidades mixtas. En materia procesal civil —me sigo refiriendo al caso de La Rioja— en lo que hace a la recepción de la prueba y a los principios de concentración o inmediación, también existe una aplicación práctica.
Al hacer el balance de las bondades y de los defectos, entendemos que el mismo arroja un saldo positivo en cuanto al articulado y demás principios de este sistema que han sido magistralmente resumidos en este proyecto elaborado por una figura insigne de nuestra doctrina jurídica; me refiero al doctor Ricardo Levene (h.), a quien le debemos rendir homenaje por el gran trabajo realizado aquí en cuanto al Código Procesal Penal.
Una observación adicional. La experiencia me indica que cuando se aplique este código se debe ser muy cuidadoso en lo que hace a la participación o intervención de todos los auxiliares del proceso, pero empezando fundamentalmente por el juez.
El proceso oral va a dar resultado en tanto y en cuanto el juez sea lo suficientemente responsable como para que, cuando asista a una audiencia tan importante como la de recepción de pruebas, lo haga adecuadamente preparado y con conocimiento del proceso, de la causa y del expediente. Si el juez —como he visto en algunos casos—, se va a “poncho”, no podrá actuar como verdadero director del proceso ni se obtendrá el resultado adecuado.
Existe, también, una gran exigencia en cuanto a la preparación del abogado. Cuando el profesional no colabora con el juez, no sabe interrogar a los testigos y no formula correctamente sus peticiones, de alguna manera está realizando un aporte al fracaso del sistema.
Señor presidente: tengo una duda. En reiteradas oportunidades he escuchado hablar —y en su momento compartí la posición de los maestros Vélez Mariconde y Clariá Olmedo— sobre la necesidad de eliminar al querellante particular. Esto lo he sostenido desde el punto de vista teórico; pero, como dije, la práctica de varios años realizada en mi provincia me ha enseñado a ver que muchos de los procesos en donde no hay querellante particular, algunas veces por exceso de trabajo, por negligencia del fiscal o por otras causas —cuando no se trata de casos resonantes o muy conocidos— terminan en una prescripción porque el fiscal no se preocupa por que todos los procesos lleguen al plenario y se pueda dictar la sentencia pertinente.
Es cierto que muchas veces el querellante particular actúa movido por el resentimiento, la venganza o algún interés económico. Muchos dicen que la única forma de vehiculizar eso es a través de la acción civil; pero también es cierto que la acción del querellante particular, bien encaminada, puede constituirse en un auxiliar valioso del Ministerio Público, del Fiscal; y, como dije anteriormente, la experiencia indica que en los casos en que hay querellante particular es muy difícil que se pueda llegar a la prescripción de la causa.
En este sentido me queda la duda de si estamos haciendo bien en eliminarlo. […] De todos modos, sólo me queda congratularme por participar de esta histórica sanción, la de un Código Procesal que viene a reemplazar una legislación anacrónica que ha sido denostada desde nuestra visión de estudiantes y luego desde la de profesionales. Se trata de un procedimiento anacrónico que no asegura la actuación justa de la ley penal; un procedimiento negativo que realmente constituye una lacra —mientras tanto no sea derogado— de nuestro orden jurídico positivo.
Para no abundar en mayores consideraciones solicito al señor presidente y a la Honorable Cámara que, juntamente con estas palabras y adelantando mi voto afirmativo en general y en particular, sea insertada otra serie de reflexiones que hice sobre el proyecto que consideramos y que vamos a sancionar, con el objeto de que queden asentadas en el Diario de Sesiones.
Inserción solicitada por el señor senador Menem
Constituye una necesidad ineludible la reforma procesal penal y muchas son las razones que fundamentan una inmediata respuesta a este requerimiento.
En primer lugar, las grandes falencias que padece el sistema vigente.
Rige desde el 1º de enero de 1889 un código presentado en el 1882 por Manuel Obarrio al Poder Ejecutivo, a su encargo, y que tras someterlo a una comisión revisora, lo envió a la Cámara de Diputados de la Nación.
Aprobado en el año 1888 el originario proyecto ha sufrido hasta la fecha muchas reformas, que no han alterado su filosofía. Tiene como fuente inmediata la ley de enjuiciamiento criminal española de 1872, que a la fecha de presentación del proyecto ya había sido sustituida por un procedimiento oral, acusatorio, bien diverso al que sirviera de fuente.
En memorias de los tribunales, en innumerables páginas de doctrina y en los fallos de los jueces, muchos han sido los defectos que le fueron señalados, transcurrido muy poco tiempo desde su sanción. La falta de oralidad, limitada únicamente a dos o tres intervenciones, alegando sobre la prueba o en los recursos de apelación en segunda instancia o en el supuesto de posibilitar la denuncia oral, son las únicas concesiones generosas que se le hacen a la oralidad en el Código. Falta de continuidad en actos procesales, falta de inmediación física del juez con las partes y de las partes entre sí, secreto del sumario, que si bien se ha atemperado, va y viene, según las necesidades que entienda el juez que deben imperar; no se legisla sobre el actor civil y el civilmente demandado, figuras éstas que actúan en todos los códigos modernos; consagra un sistema de pruebas legales que ubican al juez como un mero espectador del proceso; no prevé el auto de procesamiento, que convierta al imputado en sujeto de derechos y no en objeto de persecución procesal; falta de reglamentación de las nulidades; práctica inexistencia del abogado defensor.
A todo ello debe agregarse que se corresponde con un código penal no vigente, lo que obviamente responde a que éste data de 1921, legislando entonces respecto de instituciones como la pena de muerte, destierro y sujeción a vigilancia de la autoridad, penas del código de Tejedor. En cambio no contempla la libertad condicional, las medidas de seguridad, etcétera, del Código Moreno. A pesar de todo, este cuerpo normativo ha resistido el fundado embate de la doctrina durante 100 años y ha salido indemne de los abundantes intentos de reforma.
Ya en 1913, el Poder Ejecutivo comisiona a juristas como Montes de Oca y otros para redactar un código oral, acusatorio y público, que fuera presentado al poco tiempo por Montes de Oca, Agote y Méndez. A partir de entonces, tenemos una larga lista de tentativas de reformas surgidas de instituciones y de todos los especialistas.
Por ejemplo, la Primera Conferencia Nacional de Abogados de 1924 proyectó pautas para una reforma total del Código; al año siguiente, hubo un proyecto de la Comisión de Legislación Penal y Carcelaria de la Cámara de Diputados de la Nación, que también propuso un código consagrado al sistema acusatorio. En 1933, la Tercera Conferencia Nacional de Abogados reprodujo las bases de la primera, proponiendo un nuevo proyecto para la Capital Federal. Ese mismo año el diputado Antelo, presentó a la Cámara un proyecto tomando como base fundamental el Código Procesal Italiano de 1930.
Al año siguiente el Poder Ejecutivo designó otra comisión integrada en su mayoría por jueces nacionales que, reorganizada en 1938, dio sus frutos con un proyecto naturalmente de raíz acusatoria, en 1943.
Mientras tanto, habíanse iniciado a llevarse a cabo los Congresos Nacionales de Derecho Procesal, de tanta raigambre y de tan buen concepto en el mundo jurídico argentino. El primero de ellos en Córdoba en 1939, coincidiendo con la aparición del código de aquella provincia, obra de Soler y Vélez Mariconde.
Ese mismo año Manuel Augusto García proyectó un código para la provincia de Mendoza. En 1941 el diputado Peco proyectó se aplicase el código cordobés en la Capital Federal. En 1948, redacta un proyecto la Dirección de Institutos del Ministerio de Justicia de la Nación, que se presentó al Congreso Procesal de Salta de ese año y que fue aprobado, que naturalmente —como todos los anteriores nombrados— era acusatorio, oral, público y contradictorio.
En 1960, el Poder Ejecutivo designó al doctor Vélez Mariconde, quien preparó un proyecto para la Capital Federal y en 1965, el senador nacional Santiago Carlos Fassi, autorizado por el doctor Ricardo Levene (h.) presentó al Senado de la Nación, un código tipo que se había aprobado por unanimidad en el IV Congreso Nacional de Derecho Procesal de Mar del Plata ese mismo año. Su trámite fue abortado por el golpe de Estado de 1966.
Nuevamente los gobiernos constitucionales intentaron la reforma. Así, por la ley 20.509 se creó una comisión de juristas, diputados y senadores, para elaborar las leyes penales. Estaba integrada por el doctor Levene (h); proyectó un Código Procesal para la Justicia Nacional y la Federal (1974), que fue nuevamente presentado a este Senado nacional en 1985 por los senadores Martiarena y Benítez.
En 1984, entró por la Cámara de Diputados de la Nación otro proyecto del Poder Ejecutivo que por diversas razones no logró siquiera su tratamiento. Así, ha habido una larga lista de tentativas frustradas, que culmina con este proyecto que el Poder Ejecutivo nos ha enviado para su consideración en estas sesiones ordinarias.
Mientras tanto, seguían los congresos nacionales de derecho procesal y es muy importante remitirse a ellos, porque siempre se planteó la necesidad de la reforma del código nacional, cuestión que siempre se resolvió favorablemente por unanimidad, postulándose no solamente para la Nación, sino para las provincias que en su inmensa mayoría siguieron el rumbo de oralidad.
Ya me he referido al I Congreso de Córdoba de 1939; cabe recordar el segundo de Salta de 1948, al que concurrió el gran maestro Carnelutti quien especialmente invitado, nos trajo desde Italia todo su talento. En 1962 se realizó el III Congreso de Corrientes, donde se aprobaron más de veinte pautas para reformar la legislación procesal penal y fruto del entusiasmo se resolvió proyectar un código tipo para todo el país, que estimulara la producción jurídica de las provincias y que les facilitara, sin gastos ni problemas, la reforma que cada una de ellas necesitara. Y es así que en ese congreso de Corrientes se aceptó que se redactara un proyecto de código tipo y se designó a los doctores Ricardo Levene (h), Raúl Torres Bas y Clariá Olmedo para hacerlo.
Se redactó sobre la base del Código de la provincia de La Pampa obra del primero de los nombrados, que data de 1964, es decir con un cuarto de siglo de vigencia exitosa. Presentado en el Congreso de Mar del Plata en 1965, más de trescientos procesalistas de todo el país lo aprobaron por unanimidad, consagrándolo como código tipo, que presentara al Honorable Senado el senador Fassi, tal como lo refiriera anteriormente.
Los siguientes congresos mantuvieron los principios del código tipo: respeto por la libertad individual, excarcelación sin trabas económicas, un ministerio fiscal organizado, con jerarquía, autonomía e independencia, participación del imputado en el proceso con su defensor desde el primer momento, juicio oral, público, continuado, con inmediación, instancia única para cuestiones de hecho, recurso de casación para cuestiones de derecho, celeridad, economía, seguridad del proceso, todos estos principios que se fueron ratificando. Se retomó la cuestión de la indagatoria como acto fundamental, consagrándose que únicamente puede ser aceptada por el órgano jurisdiccional. Jamás se ha visto triunfar en todos los certámenes científicos una moción en contra de los principios acuñados en el código tipo o en favor del principio inquisitivo.
¿Qué ocurría mientras tanto en las provincias? Ya he recordado que Córdoba había dado el primer Código en 1939. La siguió Santiago del Estero con los mismos principios en 1941; en 1950 lo hicieron La Rioja, Mendoza y Jujuy; en 1960, Catamarca; en 1961, Salta; en 1962, San Juan, que no se aplica; en 1964, La Pampa; en 1970, 1971 y 1972, el nuevo Código de Córdoba, el de Entre Ríos y el Código del Chaco, respectivamente; tras algunos proyectos frustrados por el golpe militar de 1976, con el advenimiento de la democracia, a partir de 1986 se sancionaron los códigos de Río Negro, Neuquén, Chubut, Formosa, Misiones y se proyectaron en Santa Cruz y Tucumán, todos éstos con más los ya mencionados de La Pampa y Chaco, obra del doctor Ricardo Levene (h).
Junto con la Capital, han quedado algunas provincias rezagadas, tres de ellas con un régimen híbrido que nunca convenció, como no lo hizo con Jofré, el gran procesalista argentino, autor de dos de ellos: Buenos Aires y San Luis. El autor nombrado decía: “A mí me han derrotado los intereses creados, yo quería llegar más lejos”. La oralidad optativa en favor del imputado, sólo variada en la provincia de Buenos Aires con una reciente reforma (ley 10.358) que establece la obligatoriedad para delitos dolosos en los que resulte la muerte de alguna persona, ha padecido severas y fundadas críticas, que deben ser escuchadas, y es deseable sigan estos estados provinciales el camino de la reforma a que se ha sumado la Nación con este proyecto.
Tucumán, que ha reformado su sistema procesal a partir del código de 1968, estableció la etapa instructoria siguiendo los lineamientos del código tipo y ha tomado parte del viejo plenario de la Capital Federal estableciendo un sistema mixto. Ha encomendado al doctor Levene la redacción de un proyecto, con el cual seguramente esta provincia muy pronto se sumará al resto del país.
Muchos proyectos han intentado cambiar el Código de la provincia de Buenos Aires, obra de Jofré (1915) en 1935, el proyecto de Moreno y Gómez, dos eximios penalistas; el intento del gran profesor Alfredo Molinario de 1941; el proyecto Massi de 1961; el de la comisión de 1964 y el de Levene de 1975 presentado en el Senado de la provincia, vuelto a presentar en la Cámara de Diputados provincial en 1984, cuando el golpe militar de 1976 lo mandara al archivo.
Los sistemas procesales se estructuran sobre la base de las tres funciones: la de acusar, la de defender y la de juzgar o resolver. Cuando dada una de ellas se encuentra en manos de órganos diferentes, nos encontramos ante un sistema acusatorio. El ministerio fiscal acusa; la defensa defiende y el juez resuelve. Esas son, pues las tres funciones y los tres órganos que caracterizan el procedimiento acusatorio.
Cuando se mezclan funciones, o cuando se mezclan los órganos, cuando por ejemplo tenemos un fiscal que hace de juez de instrucción; o un juez que hace de fiscal o, como ocurría en derecho antiguo, en que el juez proveía a todo, inclusive a la defensa, estamos ante un procedimiento inquisitivo. El sistema inquisitivo que reconoce sus raíces en el derecho egipcio, en la última etapa del Imperio en Roma, en el derecho eclesiástico y en el derecho de los viejos códigos españoles (del Fuero Juzgo, las Siete Partidas del siglo XIII, las Leyes de Toro, el Ordenamiento de Alcalá, la Recopilación y la Novísima Recopilación de 1805), todos inquisitivos, escritos y secretos. También aparecen estos principios en las ordenanzas criminales de Luis XIV, en Francia durante el siglo XVII.
En cambio, el acusatorio aparece en el derecho hebreo; de las leyes de Manú, en las partes referidas a los testigos; en el derecho griego, en el romano, durante sus primeras épocas: reinado y república; el derecho germánico; las leyes forales españolas durante la Reconquista; el derecho anglosajón; el americano, hijo del anterior; el derecho del medievo en Italia y ahora, prácticamente en el mundo entero.
El sistema acusatorio se preocupa más de las garantías del imputado, de los derechos del hombre. El inquisitivo, en cambio, pone su mira únicamente en los intereses de la sociedad afectada por el delito. Este se caracteriza por ser escrito, secreto, por falta de inmediación, búsqueda de la confesión como reina de la prueba, discontinuidad del procedimiento, juez unipersonal, apelaciones, cámaras de apelaciones para entender en recursos para cuestiones de hecho como de derecho, y rige el sistema legal de apreciación de las pruebas.
En el sistema acusatorio, en cambio, las características son la oralidad, publicidad, continuidad, inmediación, sana crítica para apreciar las pruebas, tribunales colegiados de instancia única para cuestiones de hecho, recursos de casación para cuestiones de derecho.
Tenemos también un sistema procesal mixto.
Este sistema es así llamado en Francia, donde surge y se codifica en el Código de Procedimiento Criminal de 1808, con una primera etapa de instrucción que tiene en cuenta más que nada el interés del Estado, alarmado por el delito. Esa primera etapa es secreta, escrita, discontinua con un juez de instrucción con grandes poderes; consigue una segunda etapa donde valen más los derechos del imputado y en donde el sistema es oral público, continuo, con inmediación física, tribunal colegiado, libertad de apreciación de prueba, no apelación para las cuestiones de derecho.
Como se ve, a pesar de que algunos han querido ver reflejado el código de la Capital en ese sistema, la realidad indica que no es así ya que el mismo no contiene los componentes que caracterizan al acusatorio, los que de modo alguno se reflejan en lo que llamamos plenario de la ley vigente.
Ese modelo francés, avanzó hacia el interior del continente europeo, receptado por el Reglamento Procesal Penal de Austria de 1873, por el Reglamento Procesal Penal de Alemania de 1877 y por la ley de enjuiciamiento criminal española de 1882. Avanzó más de lo que avanzamos nosotros en 1888.
Sabido es también que las formas procesales tienen una razón importante de ser: la segundad y la fijeza de los procedimientos, la garantía de imparcialidad para las partes, la ventaja de que las partes sepan cuándo, cómo, dónde se van a efectuar los actos procesales. Estos actos requieren su forma, deben estar revestidos por la forma y las formas pueden ser judiciales o legislativas. Las judiciales son aquellas que impone el juez y se dice que son más elásticas, más fáciles de cambiar, pero más inseguras. Las legislativas son impuestas por el legislador, más fáciles de cambiar pero más seguras.
Se refieren las formas procesales al tiempo, al modo, al lugar. Al tiempo, porque los actos procesales deben efectuarse en momentos precisos, marcados y previstos por la ley. Al lugar, porque los actos procesales tienen marcado el lugar de su ejecución y en cuanto a los medios o modos, la forma es escrita o es oral.
Y aquí viene el problema de la oralidad o de la escritura, problema importante porque se sostiene, con alguna razón, que siempre se necesita hacer algo por escrito; es cierto, no hay procesos puros; o empiezan oralmente y se terminan registrando o escribiendo, o se empiezan escribiendo y se terminan leyendo, es decir oralmente. Lo importante aquí es qué es lo que se toma como pauta para seguir un proceso, como forma de un proceso, si elegimos la oralidad o elegimos la escritura.
Contra la oralidad se ha dicho que pone en peligro la verdad porque pueden los jueces impresionarse por la buena oratoria de los letrados. Aquí confundimos el argumento, que es válido si se habla ante un jurado, pero tratándose de jueces letrados que en principio están tan preparados como el abogado que habla, no creemos que el juez letrado se deje convencer por el buen orador. Decía el magnífico jurista Osorio y Gallardo que si sostenemos que no se puede afectar el juicio oral porque el buen orador convence al juez y el malo pierde los pleitos, también debemos rechazar el juicio escrito pues en el mismo el buen escritor gana los pleitos y el malo los pierde.
Lo que ocurre es que la oralidad exige una confianza del pueblo en los jueces, en sus magistrados, confianza que puede surgir porque los ve actuar. En el juicio oral, por sus características —ya que el juicio oral es la base fundamental de todo el sistema acusatorio—, el pueblo está de cara a sus jueces y los jueces de cara a su pueblo. Este, si quiere fiscalizar, lo hace y si no, no lo hace, pero puede hacerlo y estar presente; nadie ni nada lo obliga a faltar a la cita del debate. Es una fe que va de abajo hacia arriba, como una pirámide, del pueblo a la magistratura.
Evidentemente, se pueden meditar más ciertos pasos judiciales en el sistema escrito; esto se puede resolver con el sistema oral, dándoles a los jueces plazos especiales para determinados actos procesales, por ejemplo la sentencia, para que sea meditada, pensada, calculada como corresponde. Pero es evidente que el sistema oral trae de la mano la mayor seguridad en el proceso, el mayor control entre las partes, una mayor economía y una mayor celeridad. Los actos se suceden rápidamente, unos tras otros; el juez difícilmente puede olvidar lo que oye o lo que ve, tiene todo presente y no necesita que se escriba todo eso. Como máximo se puede pedir u ordenar, a solicitud de parte o del tribunal, una copia taquigráfica o una grabación de determinados aspectos del debate, siempre que se considere esto muy importante y fundamental. El juez actúa enseguida, tiene frescos los hechos, tiene en su memoria lo ocurrido, dicta sentencia con celeridad y economía. Esas son las ventajas del principio de continuidad. La seguridad surge del control que han tenido todas las partes respecto de los actos procesales ocurridos; además, la oralidad familiariza más al pueblo con la justicia, evita los falsos testimonios, evita las falsas denuncias.
Ahora la justicia no es conocida, el pueblo no la ayuda, no la quiere, no se puede querer lo que no se conoce, por eso hay tanta resistencia a colaborar con ella, nadie quiere perder horas o días por la justicia.
Existe un divorcio patente entre el pueblo y los procesos. Quizás no sea culpa del pueblo sino culpa de los años en que el pueblo no ha vivido en estado de derecho; el estado de derecho se gana con el tiempo, con la costumbre, con el uso, y una de las formas de construir el estado de derecho es colaborar con la justicia y con las fuerzas que colaboran con ella. Entonces, qué paso grande es ir al juicio oral donde el pueblo puede ver a su justicia funcionar, puede controlar si lo que se lee en los diarios es verdad y si aquello que pasó tiene sanción, sin esperar a ver qué ocurre dentro de dos o tres años; no le interesa a nadie después de tanto tiempo. Ahí está la atención pública, ahí está la opinión pública alerta para criticar una demora o un fallo equivocado.
Todo esto nos da la oralidad. Y en cuanto a la oratoria de los abogados que pueden desviar el procedimiento, depende todo fundamentalmente del director del debate, del presidente de la cámara, que es quien tiene el manejo de la cuestión. Evita impertinencias, preguntas indebidas y demoras innecesarias, y encarrila el interrogatorio como corresponde.
La publicidad de los actos es obligatoria, ya que estamos en un gobierno republicano, en donde la publicidad no es un derecho sino es una obligación y tiene que serlo para los tres poderes. El pueblo no debe saber solamente lo que hace el Ejecutivo o el Legislativo; debe saber qué hace y cómo lo hace el Judicial.
Además, eso estimula a los magistrados, a los abogados, a los técnicos, a las fuerzas que colaboran con la justicia, porque la gente sabe que al bueno se le va a reconocer su capacidad y ésa es una ventaja grande de la publicidad: el descarte automático de los malos funcionarios, de los malos magistrados, de los malos abogados. Nadie necesita separarlos, se van solos ante el peso del control del público que está presente viendo cómo actúa cada uno.
En esto es necesario reconocer que el cambio del sistema implica un gran esfuerzo, que significa una preparación y capacidad de resistencia; son muchas horas por día hasta que termine el proceso que el tribunal tiene que estar trabajando con la mente atenta, siguiendo las discusiones, las aclaraciones de los peritos y las declaraciones de los testigos; es una labor difícil. El juez tiene que estar perfectamente entrenado, porque con este sistema ya no va a manejarse por medio de papeles fríos, muertos, sino que tiene que actuar frente a elementos vivos, testigos, peritos, colegas; todo eso está ahí, frente a él, lleno de vida, para que él lo aproveche y administre la mejor justicia.
En cuanto al sistema probatorio se propone un sistema intermedio, el de la sana crítica, entre un extremo en que se encuentra el de pruebas legales y el otro de libres convicciones. El proyectado permite elegir al juez con toda libertad sin que tenga la arbitrariedad de decir: elijo esto porque sí. Debe fundar por qué elige esta prueba y no la otra prueba, debe fundar su opinión de razonar.
En cuanto a la inmediación: ¿qué más podemos decir que es el contacto casi físico del juez con las partes entre sí? Ahí se apreciará la emoción de los que declaran, la indignación, el rubor, la vergüenza, la timidez, todas esas cosas que ningún acta escrita nos puede decir. La parte humana en el escrito está totalmente ausente; en el sistema inquisitivo prácticamente no existe el ser humano, ese a quien vemos, que está con nosotros en la sala de audiencias en el sistema acusatorio.
Otra cuestión que es de suma importancia a tener en cuenta para propiciar esta reforma se encuentra en la especial intervención que se acuerda al procesado con su protagonismo en el proceso oral. Siendo tal aspecto de fundamental importancia criminológica en tanto se le hace juez y testigo de la justicia de su propio fallo; todo se debate en su presencia, se posibilita su personal e inmediata intervención en el entrecruzamiento de pruebas, en el control de las mismas; ya no es un nombre escrito en un papel, presente en muy pocas diligencias, ocurriendo que las más de las veces no conoce a su propio defensor. Lo propio puede decirse de la presencia de sus familiares, posibilitada merced a la publicidad que la oralidad consagra. No serán éstos ya los pobladores de los pasillos tribunalicios o de las salas de espera de los estudios, aguardando como limosna alguna noticia del proceso a que es sometido su pariente.
Debe también atenderse, con miras a otra cuestión de índole criminológica, cuál es el factor criminógeno que significa el encarcelamiento preventivo, la ventaja que acuerda la rapidez del trámite del juicio permitiendo reducir considerablemente la prisión preventiva. En nuestro país, las estadísticas indican que los presos sin condena oscilan entre un 60 y un 70% de la población carcelaria, con las graves consecuencias que conlleva y que culminan en reiterados motines cuya causa más invocada se finca en la demora del trámite de los procesos. También inciden en ese aspecto los costos de mantenimiento del detenido, el ocio a que se ven entregados —ya que en virtud del principio de inocencia no pueden ser obligados al trabajo—, insuficiencias estructurales en los servicios penitenciarios y las consecuencias psicológicas, económicas y sociales que traen para la familia del detenido. Ello se verá seriamente morigerado ni bien se logre un sistema que, además de acercarnos al ideal de justicia, reduce sensiblemente el tiempo de su trámite. Es así como en los lugares en que impera el enjuiciamiento oral, los porcentuales de presos sin condena y de condenados se ven invertidos en muy poco tiempo con relación a lo antes dicho, en esta Capital Federal.
Veamos entonces cómo el sistema acusatorio que se propicia delimita las funciones, las atribuciones, los derechos y las obligaciones de todos los sujetos que intervienen en el proceso, incluso de organismos auxiliares. La policía previene, el juez de instrucción dirige el proceso, el fiscal es el dueño de la acción pública —se ocupa de llevarla adelante, no es un convidado de piedra—, se asegura el protagonismo de la defensa, y finalmente, en la segunda etapa, cada una de las partes tiene sus tareas perfectamente delimitadas, desde el comienzo hasta el final. Comienzan hablando las partes, terminan hablando las partes, en el medio está la prueba.
En la etapa instructoria la policía sigue actuando como corresponde aunque el juez de instrucción toma una intervención más personal y activa y el fiscal penal también. Los grandes cambios se ven en el plenario donde aparece la continuidad, la inmediación y todas las ventajas que se vienen puntualizando.
Cumpliremos con este proyecto con el mandato imperativo que surge de la Constitución Nacional, que en su Preámbulo concreta al disponer afianzar la justicia. Tenemos que dotarla a ésta de las herramientas necesarias entre las que se encuentran los códigos de procedimiento que reglamentan su marcha, su trabajo, sus límites, sus derechos y sus obligaciones. Los códigos de procedimiento son las herramientas que necesita la justicia y las que le tenemos que dar para afianzarla. No sólo es una exigencia humana, sino una exigencia política. El país debe darle a la justicia los códigos que ella necesita y que el Estado requiere. Esos códigos en lo que a la justicia criminal se refiere, deben dar respuesta a los cambios socioeconómicos, pues su estructura es afectada por la estructura social y económica y las alteraciones políticas, que también han afectado con vaciamientos sucesivos. La justicia penal se enfrenta a un mundo en desarrollo, en permanente cambio; su independencia no puede ser un aislamiento de la realidad. Debe luchar contra el crimen, prevenirlo, y eliminar las circunstancias sociales que conducen a una nueva conducta criminal. Debe cambiarse de una vez por todas el viejo concepto de justicia. Ahora hay que apoyar el concepto de la justicia social; que comprenda todas las clases sociales, especialmente la de los más necesitados, de los siempre relegados. Una justicia que no sea un mito, que llegue a todos, a disposición de todos, rápida y económica. Una justicia que sea sinónimo de libertad, abreviándose los procesos, pudiéndose así rápidamente recuperar para la sociedad a los detenidos. Este código no es una utopía, este código tiene un cuarto de siglo de experiencia, de eficiente aplicación, que viene con espíritu federal desde el interior a esta metrópoli que durante un siglo se dio las espaldas e ignoró la gran reforma, la gran justicia.